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sábado, 23 de marzo de 2013

Extraño mi gato

Cuando vivía con mi mamá tenía un gato, era de mi hermano, era de mi madre, era mío. Era mi gato, Samanto, el único, único gato. Pasaba mucho tiempo con él y él conmigo, dormía en mi cama y era abrigadito, me acompañaba frente al computador y tapaba la pantalla para que le prestara atención. Fue el blanco de muchas fotografías y de otros tantos videos, quise convertirlo en el protagonista de mi trabajo de grado; me enseñó mucho sobre felinos y aprendí a verme reflejado en ellos.

Gracias a esa presencia misteriosa, callada, penetrante, aprendí a ver los continuos contrastes de la naturaleza: poseía una ternura tan grande que jamás nadie pensó en hacerle daño, pero al mismo tiempo era fríamente cruel con aquellos quienes cayeron en sus fauces. Ahora recuerdo ese día en que Linita intentó vanamente quitarle un pajarito, Sam tuvo la actitud de un candado, simplemente adoptó una posición serena, como si se hubiera desmayado, con la confianza eterna en que los músculos de sus mandíbulas no permitirían el escape. Después de aquel intento fallido mamá entendió que era un cazador innato, presente para mantener el equilibrio como hace millones de años.

Hoy no tengo gato, tengo varias razones para no tenerlo, por ahora solo resaltaré que ninguno es mi gato, el único, único gato.

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